miércoles, 2 de marzo de 2011

MAYO DEL 68 Y EL CINE

Una imagen emblemática de Los 400 golpes (1959), la película inicial de Francois Truffaut: el personaje principal, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), de 12 años, escapa del reformatorio y corre hacia el mar. La cámara, en largo movimiento de travelling, lo acompaña en su carrera. Durante toda la película, Truffaut y los espectadores hemos estado al lado de ese chico infeliz, entendiéndolo, sin condenarlo. De pronto, el niño gira su rostro hacia el objetivo de la cámara, lo mira y la imagen se congela. Los 400 golpes puso todo en cuestión: la autoridad de la familia, el sistema escolar, el régimen penal para jóvenes en falta, es decir, el sistema, la sociedad. Pero también, el régimen del final cerrado, redondo, indiscutible. En el plano final de la película, Antoine mira hacia la cámara y nos interpela. No hay conclusiones y todo queda abierto. Nace, entonces, la “Nueva Ola” francesa. Y lo hace bajo el influjo de la rebeldía y la insolencia de los niños de Jean Vigo, la anarquía de Boudu, salvado de las aguas, el personaje de Jean Renoir, y la mirada hacia la cámara de la Monika, de Bergman.
Desde entonces, Jean-Luc Godard, Francois Truffaut, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Claude Chabrol, jóvenes críticos salidos de las páginas de la revista Cahiers du cinéma, desacreditan con Sin aliento, Los 400 golpes, El signo del Leo, París nos pertenece o El bello Sergio, la importancia del aparato técnico sofocante de una industria anquilosada en beneficio del cine entendido como una suerte de diario íntimo o cuaderno de notas personales de su “autor”.
La rebelión contra el “cinéma de papa”, el de las adaptaciones literarias prestigiosas y las “bellas palabras del guionista”, y la irrupción de un espíritu nuevo, empezó una década antes de mayo del 68. Aquí y allá se rinde culto al cine como arte y expresión. El sentimiento de la época es la cinefilia, que concibe el pasado del arte de las imágenes móviles como un patrimonio por revisar y descubrir. Directores norteamericanos de poco prestigio como Samuel Fuller y Nicholas Ray, pero también Edgar Ulmer, Budd Boetticher y hasta Don Weiss, al lado de veteranos a los que no se toma en serio en los medios culturales, como Hitchcock y Hawks, prototipos de artesanos eficientes pero impersonales, se convierten de pronto en paradigmas de la riqueza en la expresión fílmica en desmedro de cineastas consolidados en la fama y el aprecio del público promedio y la crítica tradicional (desde Fred Zinnemann hasta Claude Autant-Lara), vistos ahora como vejestorios académicos.
Las películas de Fuller y Ray, y de centenares de otros directores, se proyectan en la Cinemateca Francesa. El placer cinéfilo del redescubrimiento del cine se irradia desde allí al mundo entero.
Pero Langlois, director de la Cinemateca Francesa, hombre clave en la formación de la cultura fílmica francesa y, por qué no, universal, es destituido en febrero de 1968 por el Ministro de Cultura André Malraux, alegando deficiencias administrativas (probadas y ciertas). Los cineastas franceses salen en su defensa. Directores de todo el mundo, como Hitchcock, Lang, Hawks, Dreyer, Losey, Kurosawa, retiran la autorización para exhibir sus filmes en una Cinemateca Francesa manejada por cualquier persona distinta a Langlois. La resistencia a la destitución toma las calles y enfrenta a la policía. Realizadores, críticos, intelectuales y cinéfilos gritan consignas en las afueras del Palais de Chaillot y reciben las cuotas respectivas de gases lacrimógenos, golpes y represión. Luego de algunos días de violencia callejera, la destitución es revocada. Langlois es hoy una leyenda y su “affaire” se convierte en antecedente directo de los sucesos de mayo.
Masculin-Feminin (1966) y La Chinoise (1967), de Godard, son reportajes sobre la juventud de mediados de los años sesenta, firmados por Godard. En ambas está Jean Pierre Léaud, el actor que interrogaba con su mirada al final de Los 400 golpes, convertido ya en icono de la época y encarnación del espíritu del cine francés de entonces.
Protagonistas de esas películas son los “hijos de Marx y de la Coca Cola”, alimentados con los signos de la cultura popular, modelados por el grafismo de la publicidad aparecida en los catálogos de moda y las revistas del corazón, cinéfilos soñadores, lectores desordenados, hijos de la burguesía próspera que, en busca de utopías de cambio, encuentran la más radical, coreográfica y totalitaria: la de los guardias rojos y los destacamentos revolucionarios de mujeres.
En los días de la Gran Revolución Cultural, los muchachos de La Chinoise juegan a encerrarse en los departamentos de sus padres para mimar combates en Vietnam, recitar lemas contra Lyndon Johnson y memorizar citas de Mao para proclamarlas luego en el campus de Nanterre. Un graffiti anarquista de mayo del 68 decía: “Godard, el más huevón (“le plus con”) de los suizos pro-chinos”.
El 10 de mayo de 1968 se inaugura el vigésimo primer Festival de Cine de Cannes. Francia está semiparalizada por la huelga.
Las proyecciones del Festival se suceden sin mayores alteraciones hasta el 18 de mayo, día en el que irrumpen Godard, Truffaut, Claude Lelouch y Claude Berri, reclamando solidaridad con los estudiantes y obreros y la clausura del Festival. Cannes no puede estar ajena a los que ocurre en Francia, dicen.
Los directivos del Festival se rehúsan a aceptar esa demanda, pese a que Alain Resnais y Richard Lester retiran sus filmes de la competencia y Louis Malle renuncia a su cargo de jurado. Para ganar la partida de la protesta, el presidente del Festival, Robert Favre Le Bret, ordena el inicio de la exhibición de Pepermint Frappé, película en competición del español Carlos Saura. Godard, Truffaut, el propio Saura y Geraldine Chaplin, pareja del español y protagonista del filme, se cuelgan de las cortinas de la sala para impedir su exhibición. Todos gritan: “¡no proyección, revolución!” El Festival se suspende.
En los días previos y en los posteriores a la cancelación de Cannes, Jean-Luc Godard filma en las calles de París las manifestaciones de mayo, con una pequeña cámara de 16 milímetros. Lo mismo hacen Chris. Marker y el fotógrafo y documentalista norteamericano William Klein. Registran discusiones interminables entre estudiantes, debates sobre estrategia, táctica, condiciones objetivas y subjetivas para la Revolución, pero también los lemas contra Charles de Gaulle, las marchas comunistas, los arrebatos anarquistas, las barricadas y los enfrentamientos con la policía. Un filme como los otros, de Godard; El fondo del aire es rojo, de Marker, y Grandes tardes, pequeñas mañanas, de Klein, contienen esas imágenes.
Mientras tanto, ellos, junto con Resnais, Malle y muchos otros cineastas, participan en los “Estados Generales del Cine”, una asamblea de productores, realizadores, actores y técnicos que se reúnen para discutir nuevas formas de producción y distribución de las películas.
Postulan la muerte del autor burgués, el nacimiento de los colectivos o grupos fílmicos, la necesidad del “cine de intervención directa”, la militancia con la cámara en la mano, la producción autogestionada y no “sometida a las reglas del lucro capitalista”, la denuncia de la sociedad del espectáculo como una forma de control social, siguiendo la lección de Guy Debord. Se multiplican los discursos –algunos abstrusos y hasta patafísicos-, los radicalismos, los llamados a la revolución. La contestación es general.
“No basta con hacer filmes políticos. Hay que hacerlos políticamente”, es el lema de Godard.
La realidad, afirma la nueva teoría en la revista Cinétique, expresa la ideología dominante y la cámara de cine reproduce el modelo de la percepción burguesa. Las ficciones alienadas que salen de ella deben ser desmontadas. ¿Cómo? Destruyendo el relato, deconstruyendo la representación realista, anulando el esquema psicológico de encarnación de los personajes, dinamitando la ilusión de la ficción, poniendo en evidencia los mecanismos de la producción material de una película.
Las ansias experimentales y militantes del 68 dejan un legado perturbador y, a veces, un impase. Los radicalismos llevan a poner en cuestión las posibilidades expresivas de la imagen, tachada de ilusionista y alienante. Algunas revistas de cine eliminan las fotos para evitar reproducir "pedazos" de la realidad burguesa nacidos de encuadres que recogen la vieja noción de la perspectiva tradicional.
Pero, por otro lado, el ansia de filmarlo todo, y en directo, anima la imaginación de un ingeniero, Jean-Pierre Beauviala, que empieza a fabricar el prototipo de la que será la revolucionaria cámara Aaton, que registra el tiempo exacto de captura de imágenes y sonidos y se acomoda al hombro del operador con la misma amabilidad con la que un gato se acomoda al hombro del que lo mima. "La cámara gata" se convierte en la preferida de los cineastas y documentalistas del cine directo y político, desde Pennebaker hasta Godard.
A esas alturas, la “Nueva Ola” se ha extinguido; ya no existe como “movimiento”. Más allá de algunas coincidencias, los “autores” salidos de Cahiers du cinéma siguen caminos creativos distintos, si no contradictorios. Nada une a la radical “pantalla en negro” de Godard con la ternura de la canción de Charles Trenet que abre La hora del amor (Baisers volés) de Truffaut o con los dilemas amorosos y los debates sobre Pascal que son el eje de Mi noche con Maud, de Rohmer.

Páginas del diario de Satán (gran blog de cine)


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